Tenemos
una tendencia eterna a etiquetar todo lo que vivimos, sentimos, experimentamos.
Además acompañamos a esa etiqueta de su
pareja justificación, de por qué esa etiqueta y no otra. Todos los sentimientos
son etiquetados: me gusta, le quiero, le odio, me encanta…porque me hace sentir
así; o me ha dicho esto o ha hecho esto otro y por ello le quiero; y le odio, porque no me
ha dicho o hecho esto…Cada vez que alguien me pide una etiqueta para algún sentimiento que profeso a otra
persona, a otro ser, y seguidamente me pide su acompañada justificación, y yo
corderitamente accedo a dar la etiqueta y la justificación, acabo infinitamente
arrepentida de haberle dado una forma tangible, un límite, a ese sentir. ¿No es
en sí un sentimiento un cúmulo de sensaciones ilimitadamente etéreas? Pero
cuando intentas transferir tu sentimiento a quien te reclama la pertinente
etiqueta, que no tiene perfil para limitar todo lo que sientes, y no se la das
inmediatamente, te mira como si le
estuvieras negando una verdad absoluta, como si te negases a ser sincero,
cuando no hay forma más sincera de darle existencia a tu sentimiento que
sintiéndolo. Por eso siempre me han faltado palabras para expresar ese halo,
nunca son palabras precisas, nunca llegan a describir exactamente tu emoción, y
es en el momento de darles nombre cuando
más triste me siento. Debería ser buena en seleccionar términos, pero soy mejor
en sentir. Cuando algo no es sentido, es fácil encontrar términos descriptivos.
Juan Ramón Jiménez tuvo este ligero problema, pero en ese afán de encontrar la
palabra precisa, cayó en el fraude de dar forma a sus sentimientos huérfanos de
terminología.
Me
niego infinitamente a ponerle etiqueta a la profesión de mi alma.